Esto es sólo una historia que una vez escrita me permitió canalizar mi nostalgia de aquellos tiempos de bachillerato de Medicina. A veces me acuerdo de que también solía gustarme la ciencia. ¡Oh, añorado Mortimer! ¡Oh, inigualable Chang! (bellos y voluminosos libros de química). ¡Oh, malditas elecciones que uno debe tomar en la vida!
En honor a los buenos recuerdos, esto es para compartir con quienes creen que la ciencia también nos puede divertir (al menos con el humor de cada uno). Para los que no entienden un pomo también está apto. Para los que tengan ganas. Para ella. Para él. Atentamente, acá va:
¡Qué duros son los años!
Ciencias duras y eficiencia pura. Dicen que en un intento desesperado por no ser víctima del tiempo, cansada de productos prometedores de magia que no le hacían efecto y de sesiones de psicoanálisis que no lograban hacerla superar sus frustrantes 50 años de edad, una mujer encontró una solución casera en las cuadernolas liceales de sus hijos.
Te preguntarás si se trata de una historia real o ficticia… bueno, eso ya no es importante; con esa incertidumbre empiezan aún todas las publicidades de TV compras y sin embargo esta señora, como tantos otros, seguía sintonizada a la ilusión de volver a su dulce juventud.
Sin más preámbulos, toda su adicción a estos programas finalizó aquel domingo, cuando se le acabó el tarrito de baba de caracol, que no sólo no le había hecho efecto sino que además le había producido una ligera infección dérmica y urinaria. Después de un largo rato de zapping y unos minutos antes de ir resignada al gimnasio a chorrear años con cada abdominal, fue a controlar que su hijo menor hubiera terminado de estudiar para el escrito de ciencias físicas.
Como era de esperar, Francisco seguía lo más pancho inventando trencitos y sus respectivos compartimentos para ahorrarse el tiempo de estudio (eso lo heredó del padre). Fue entonces que su madre decidió por única vez sentarse a estudiar con él; una forma de evadir sus compromisos con sus partes flácidas. De esta reveladora manera, fue como se convirtió en una mujer de ciencia y dejó de creer en los mágicos productos y en las religiosas dietas y aeróbicos. Así encontró la fórmula para vencer al tiempo: lo haría con las armas de las exactas ciencias duras. Amén.
A decir verdad, ¿quién no hubiera pensado lo mismo? Tan frecuentemente veíamos materializado el tiempo en las ecuaciones que nos resolvían todos los escritos y nos hacían pasar de año,... Y lo mejor de todo era que, aunque nos parecían muy inútiles, esos ejercicios se verificaban de maravilla (Si se te acababa el tiempo y no te salían, la culpa era tuya porque la ecuación era siempre la misma y tenías todos los datos ahí a la vista. ¡Seguro!)
Así que, con este espíritu iluminista de fe en la ciencia y en su propio raciocinio, la señora comenzó a estudiar las cuadernolas de química, física y biología que aún permanecían en las puertas más altas del placard del cuarto de su aplicado y meticuloso hijo mayor.
El primer paso consistió en reducir los tiempos en el día a día, ya que había perdido ya muchos años lavando pañales de tela y era hora de efectivizar y reducir el tiempo de las tareas domésticas. Para ello, hizo rendir el concepto de “punto de ebullición”, que es la temperatura a la cual una sustancia pasa de su fase líquida a su fase gaseosa a una presión determinada. A mayor presión, mayor es el punto de ebullición porque las moléculas encuentran una mayor resistencia externa para “escaparse” de su fase líquida. Esto le hizo deducir acertadamente que calentar agua para el mate en Potosí (ciudad que por su altura respecto al nivel del mar posee una presión atmosférica menor a la que tenemos en Montevideo) implica mucho menos tiempo porque el punto de ebullición del agua será a una temperatura menor. “¡Estupendo!”, pensó la señora. Y así se mudó con toda su familia para Bolivia (sin olvidar su Silueta Ideal). Todo hubiera resultado mejor si hubiera entendido que hervir no significa calentar si se baja la presión. Las burbujitas nos engañan, el agua del termo está fría, doña. Léalo de vuelta.
Pero eso fue sólo el comienzo de una desquiciada carrera contra el tiempo. Una vez allí se interesó por la cultura inca y decidió buscar en los apuntes de sus hijos alguna pista sobre cómo determinar la edad de los fósiles. Entonces, la sorprendente datación Carbono 14 la impulsó hacia un viaje a Argentina donde logró robarle una vértebra a Mirtha Legrand. Acto seguido realizó los respectivos cálculos de edad. Sin comentarios. Bueno, sólo podría decirse que la señora se sintió muy feliz con sus cómodos 50 pirulos.
A continuación, decidió donar el caminador que se había comprado para su cumpleaños (y que había sido tan difícil de cargar en sus mudanzas). Este desapego fue impulsado por una gran revelación que le dio la física: v = Δx/Δt. La ecuación le permitió comprender la poca utilidad del aparato de gimnasia. Usualmente, la señora corría en él durante 60 segundos (Δt=60s), tiempo que demoraba en caerse del mismo cuando en el mejor de los casos lo hacía hacia delante (Δx=0,30m). Realizando el cociente, descubrió que su velocidad media no superaba los 0,5 centímetros por segundo (valor un tanto desalentador). En consecuencia, decidió que una manera de mejorar su estado físico, aumentando la velocidad y reduciendo el tiempo, sería aumentar su desplazamiento. Así, comprendió que correr el ómnibus le permitía matar dos pájaros de un tiro: desplazarse 100 metros en 30 segundos (v=3,3 m/s) y ganar el tiempo que le hacía perder su impuntualidad para las reuniones laborales. Realmente son asombrosos los centímetros que redujo en tan sólo una semana.
Pero sus nuevos conocimientos se incrementaron aún más. Resultó ser que los glúcidos no eran los que lucen los glúteos, ni los lípidos los que limpian por dentro ni los prótidos los que protegen del pan. La señora comprendió que, en realidad, estos nombrecitos que usualmente aparecen en la tabla nutricional de los alimentos lo único que pretenden es distraer nuestra mirada de la fecha de vencimiento. Porque aunque en laboratorios se pueda especular con los procesos a condiciones de PTN (presión y temperatura normales), lo único que no se puede dejar constante es el tiempo. Así descubrió que los productos bajas calorías también podían ser peligrosos si no eran ingeridos lo más rápido posible. Entonces, la nueva decisión a implementar cambió radicalmente los hábitos alimenticios de la señora, reduciendo el tiempo dedicado a la comida: ya no comía, sino que tragaba suculentas cucharadas que arrasaban con el pack de postrecitos Ser.
Pero la desilusión no tardó en llegar al leer el siguiente apunte al pie de un gráfico en papel milimetrado: “El tiempo va en el eje de abscisas porque es una magnitud independiente”. Así la señora descubrió que había perdido mucho tiempo por culpa del tiempo y se empecinó en buscar alguna ecuación que le fuera indiferente. Así descubrió que las leyes de los gases se basan en los postulados de la teoría cinética. Y estos postulados casualmente suponían que ni las moléculas ni los átomos de los gases tienen masa ni volumen propio. “¡Estupendo!”, pensó nuevamente la señora y, como es imposible expedir un gas más grande que uno mismo, transformó su cuerpo íntegramente gas y vivió muy feliz alrededor de un planeta enano amigo de Plutón, donde se sintió por siempre la péndex del Sistema Solar.